Palometas

Si los tiburones son los animales más temibles de los mares, las palometas –créanme-, son los pececitos más infinitamente crueles y asesinos que puedan existir en ríos, arroyos o lagunas. No tengan ninguna duda de esto.

Cualquiera habrá visto en alguna película o en televisión, lo que ocurre cuando ataca un tiburón. Lo más común es que su aleta asuste a todos los bañistas de una playa y estos salgan corriendo del agua y luego, desde tierra firme, comiencen a sacarle fotos. A lo sumo, a veces se come la pierna o el brazo de un surfista o de alguno que andaba nadando por ahí. Pocas veces se come enterita a una persona, y cuando la morfa, lo hace en dos o tres bocados y listo. Hay poco sufrimiento. Si uno lee la Enciclopedia Británica, para ver qué dice de estos bichos, leemos lo siguiente: “Rápido y certero en sus ataques, el tiburón es el más temido de cuantos animales pueblan los ámbitos acuáticos...”

¿Y qué le decimos a la Enciclopedia Británica?... ¡Uuuh, mirá cómo tiemblo!

¡Dejémonos de pavadas! Quiero que sepan una cosa y que se la graben a fuego en vuestras cabecitas: los tiburones en comparación con las palometas, son una manada de ovejas. Unos pollitos enfermos. Y algunos dirán, sí, pero los tiburones pueden medir hasta doce metros y llegar a pesar hasta una tonelada, y las palometas, sólo alcanzan a medir unos veinte o treinta centímetros y pesar no más de un kilo ¿Y yo qué digo?: Ahá, muy bien, es muy cierto, pero quiero ver a alguien de ustedes que se anime a zambullirse en un río y que trate de hacerse amigo de doscientas palometas y después me cuente.

Basta de pavadas. Es aconsejable que dejen las fantasías televisivas de los tiburones y pongan atención en esto, que quizá algún día sirva para evitar una desgracia.

Las palometas son lo peor que hay, son asesinas, crueles, voraces, despiadadas, perversas, ¿algo más? Sí. Vienen por miles y atacan todas juntas. Nadie, absolutamente nadie, ha sobrevivido al ataque de un ejército de palometas. Pero no se queden tranquilos. Si creyeron que esto es todo lo malo de las palometas, error, hay dos cosas mucho más terrible que se los contaré más adelante.

“¿Qué nos dice de las pirañas, señor?” pregunta uno. Nada. Simplemente que son las primitas de las palometas y tienen mucha fama porque las promocionan en televisión y películas, para asustar a la gente.

Hablemos de las palometas. Ya les dije donde se las puede encontrar, pero el asunto es saber si siempre están en el mismo lugar. No. Las palometas siempre andan donde hay mucha carnada, donde están los cardúmenes. Si alguno va a un río o laguna y no hay pique, ni siquiera ve un saltito de algún pececito, entonces con toda seguridad que no hay palometas, porque éstas sólo quieren devorar, devorar y devorar, comerse todo lo que se mueva en el agua. Y nada de comer a la hora del desayuno, almuerzo o merienda, no, no. Comen a cualquier hora y a cada rato, no se llenan nunca.

¿Y cómo son las palometas? Ágiles y veloces. De visión perfecta. Tienen cara de chinchudas, como retobadas. Pareciera que están permanentemente enojadas, por eso tal vez sean tan malas. Son ñatas. Su cuerpo es redondeado como un plato, de color gris plateado y amarillo. Su lomo es gris oscuro y luego más pálido en la mitad de la panza, donde comienza a ser amarillento ¿Tienen espinas o chuzas externas como los bagres o moncholos? No. Ni una chuza ¡pero tienen unos dientes filosísimos! No sé cuántos serán, porque nunca los conté, pero son capaces de masticar cualquier cosa y pulverizarla.

A esta altura del relato, alguno ya estará con ganas de preguntarme “¡¿Y cuáles son las dos cosas más terribles de las palometas, señor?! ¡Dígalas de una vez por todas!” Tranquilos, no se sulfuren. Estas son las dos cosas más terribles:

Primero, por el tamaño y forma de su boca, comen a bocaditos, como que picotean y no necesitan escarbadientes ni tenedores ¿Y eso es lo terrible? Sí. Eso es muy terrible, porque cuando agarran una presa, empiezan a comerla a bocaditos y como atacan entre muchas, el animal atacado ve y siente como le van comiendo su cuerpo poco a poco. Si es un perro que justo tuvo la ocurrencia y se largó a la laguna a refrescarse, de pronto siente una sensación, primero como de cosquilleo, y luego de dolor, empieza a patalear y ladrar en el agua sin entender un pito de lo que está ocurriendo; de pronto ya le falta una pata, al ratito la cola, después desparece el hocico, y así, cuando empieza a darse cuenta, ya desapareció de este mundo. Bueno, ahora piensen en ustedes mismos, imaginen que se están bañando en una laguna del campo de un tío y en cierto momento empiezan a sentir lo mismo que sintió el perro. Se desesperan y quieren empezar a nadar, pero advierten que les falta una mano, luego ven su antebrazo que son solo dos huesos largos y pelados y pocos segundos después, ven vuestro brazo que ya es solamente un hueso largo y pelado. En pocos segundos o minutos, han desaparecido, piel, músculos, tendones, cartílagos y ligamentos. También observan que el agua a su alrededor va tiñéndose de rojo rutilante, y angustiosamente observan miles de chapoteos y aleteos, con gran agitación de las aguas, como si hirviera. Bueno, quiero informarles que en ese preciso momento, están siendo deglutidos por un ejército de palometas, y ni siquiera intenten huir porque será peor. A medida que corran o naden, irán perdiendo parte del cuerpo, y si por milagro llegan a la orilla, no les quedará más que la cabeza y algunas vértebras del cuello. O sea que serán conscientes de que llegaron a la orilla, pero llegaron sólo con la cabeza. El resto del cuerpo ya fue almorzado, y si es así, mejor que a uno lo coman enterito, ¡¿para qué corchos puede servir una cabeza sola?! Como ven, las palometas son tan perversas, que comen a bocaditos y dejan para postre la cabeza, entonces el animal o persona sufre mucho más, al pensar, ver y sentir, cómo su cuerpo va desapareciendo velozmente y a pedacitos. A veces, si las tipas andan con poco apetito, empiezan por comer todo lo más blando, o sea los músculos, la grasa, las tripas, los tendones y los cartílagos, y dejan sólo el esqueleto. Pero si andan muy hambrientas, se comen hasta los huesos.

Quiero contarles algo, para que tengan una idea de la velocidad a la que son capaces de comerse a otro pez.

Yo siempre iba a pescar con mi tío y mi primo al río Paraguay, en un lugar llamado la Boca del Quiá, muy cerca de Puerto Las Palmas. Cuando el río estaba en bajante, ese lugar se transformaba en un carnaval de peces, había de todo y del tamaño que se buscara. Millones de mojarritas y cuchilletas, que atraían a miles de mandurés, moncholos, surubíes y dorados, y todos éstos juntos atraían a... las señoritas palometas.

Claro, con tantos peces nadando y saltando de aquí para allá, si a uno se le ocurría intentar pescar algo, tirando una liñadita con un anzuelo ensartado en una lombriz, podía jubilarse ahí, que no sacaría absolutamente nada ¿Por qué? Porque cuando hay mucha carnada, ningún pez se va a andar fijando en una lombricita raquítica, ya que hay millones de cosas más ricas para comer ¿Y qué se hace entonces o cómo se pesca? Se usa la pateja.

El asunto era que, cuando el río estaba en esas condiciones, tirábamos la pateja y casi siempre enganchábamos, un manduré, moncholo o surubí de tres y hasta diez o doce kilos; y ahí nomás lo empezábamos a traer hacia la orilla ¿Y qué pasaba? Que cuando lo sacábamos, sólo estaba la cabeza y el esqueleto del cuerpo, porque en los veinte o treinta segundos que transcurrían desde el enganche hasta sacarlo, las palometas lo devoraban. Para tratar de sacar alguno enterito, lo que hacíamos era apenas enganchado, traerlo a toda velocidad, y así con suerte, podíamos tener un pescado casi entero.

La otra cosa terrible de las palometas: el instinto asesino. Perdura mas allá de la muerte “¡Ésa sí que no te creo!” dirá alguno. No me crean. Qué me importa. Por mí, váyanse a freír mondongo. Pero después no me anden chillando que no les avisé. Les contaré algo que me pasó a mí, o mejor dicho a mi dedito y después hagan lo que quieran.

Una vez, habíamos pescado una palometa de unos quince centímetros y la tiramos al pasto a pleno rayo del sol, total, no servía para carnada ni para comer. A las dos o tres horas, no tengo mejor idea que ponerme a investigar y comienzo a revisar su boca y sus agallas. Con un palito le abría la boca, miraba sus terribles dientes, abría sus agallas, para imaginarme cómo respiraba, y después tengo la maldita ocurrencia de meterle el dedo en la boca, para sentir cómo de afilados eran sus dientes. Meto el dedo índice, y cuando estaba explorando la cavidad bucal ¡ñac! ¡¡¡Me mordió la desgraciada!!! Yo saqué la mano como un refucilo pero, ¡la maldita palometa estaba prendida a mi dedito! ¡¡¡Mamita querida!!! ¡Qué susto me llevé! Por suerte me tranquilicé, la bajé al suelo y metí un palo en su boca para abrirla y sacar mi dedito, que me lo había machucado y estaba sangrando. Por suerte no me sacó un pedazo. Después de eso, le encajé unos buenos garrotazos para que se muriera del todo y por el susto que me dio la desgraciada. Cualquiera sabe que un pescado no dura más que unos minutos fuera del agua, porque se muere, como corresponde. El tío me explicó que la palometa en realidad había muerto, pero su espíritu asesino seguía intacto, y eso fue lo que llevó a cerrar su boca sobre mi dedito.

Bueno, hasta aquí llegamos con la vida y obra de las palometas. Todo esto lo sabe cualquiera. Pero nadie sabe historias de palometas. En las películas o en la televisión solo se habla de las andanzas de tiburones, o a lo sumo, de la orca asesina. Creo que no se habla de palometas, porque hay mucha ignorancia, o porque no quieren asustar demasiado a la gente. Yo tampoco quiero asustar a nadie, pero hay cosas que deben saberse, alguien tiene la obligación de contar, para que la gente se entere. Conozco muchas historias trágicas con palometas, pero sólo voy a contar un caso, uno muy espeluznante.

Esto ocurrió en Palo Azul hacia fines de los años cincuenta, en el caluroso mes de febrero. Por ese lugar atraviesa el legendario río Guaycurú y ese paraje quedaba a dos o tres leguas de Cancha Larga.

A orillas del río Guaycurú vivía una familia, los Ramírez. El hombre, su mujer y ocho hijos. Trabajaban la chacra, tenían algunas vaquitas, caballos, chivos, gallinas, patos, en fin, como cualquier persona que vive en el campo. Y como una bendición, el río estaba a veinte metros de la casa. De allí sacaban el agua para tomar, pescaban, lavaban ropa, se bañaban, más suerte no podían haber tenido por el lugar que les tocó para vivir. Pero jamás podrían haber imaginado... que la desgracia estaría en ese mismo río.

En esa zona –y en épocas normales- el río era bastante angosto, con unos siete u ocho metros de orilla a orilla, y con una profundidad no mayor a los dos metros. Don Ramirez fabricó allí un puentecito muy precario con un tronco de urunday, mediante el cual podían cruzar al otro lado sin tener que meterse al agua y nadar. También fabricó un barandita –sobre uno de los costados- para que el caminante tuviera donde apoyarse cuando se largaba a cruzarlo. Había que cruzar con cuidado, ya que el tronco era casi totalmente cilíndrico, y la mejor manera de caminar sobre una superficie así, es ir pisando en forma oblicua (como los trapecistas), y más seguro aún, es ir descalzo o con algún calzado de goma y flexible, así se adapta bien a la superficie convexa de la madera.

Las palometas siempre andan todas juntas, como un ejército de decenas o cientos de soldados. Van de aquí para allá buscando presas fáciles, bueno en realidad cualquier presa es fácil para estas veloces asesinas. Hacen una especie de patrullaje acuático incansable y permanente (recuerden que ellas no duermen ni a la siesta ni a la noche).

Ese caluroso día de febrero, el cardumen de palometas andaba a esa altura del río, y de eso se habían dado cuenta porque el agua parecía como si hirviera, o se veían corridas subacuáticas, como si estuvieran corriendo a alguna presa. Los chicos se habían puesto a pescar y por supuesto, lo único que pescaban eran palometas.

Ese día la madre tenía que cruzar el río con su bebé recién nacido para ir hasta el rancho de una curandera, donde haría curar al niño, que sufría de empacho. Un negro presentimiento la asustaba y no se animaba a cruzar sobre el puentecito. Le daba miedo ese hervidero arremolinado que se veía ahí abajo. El marido trató de tranquilizarla y le dijo que ella cruzara sola, y que él llevaría al bebé hasta la otra orilla. Y así hicieron, cruzó la mujer y esperó al otro lado en la cabecera del puente. Enseguida el hombre se largó a cruzar con el niño en brazos.

Caminar sobre un tronco siempre es difícil, porque es una superficie cilíndrica y no nos brinda la seguridad de caminar sobre una tabla o sobre el piso plano, pero mucho más difícil y peligroso se hace, si uno tiene las alpargatas embarradas… como las tenía el hombre. Cuando iba por la mitad de la travesía, con una mano apoyada sobre la precaria barandita y la otra sosteniendo a su hijito, se resbaló, se despatarró, se rompió la barandita y el hombre cayó sentado sobre el tronco; esto hizo que soltara al niño y que éste cayera al agua. Y cuando viene la desgracia, nunca viene sola, viene con más desgracias. El hombre no cayó al agua sino que quedó colgado de sus ropas, ya que su ancha bombacha campestre quedó enganchada a un pequeño gajo que sobresalía del tronco-puente. El pobre hombre desesperado intentaba desengancharse y tirarse detrás del bebé, pero estaba colgado e inmovilizado y suspendido en el aire. La madre enloquecida lanzó un grito de horror cuando vio caer a su niño, y sin pensarlo se tiró al agua. Los demás niños desde la orilla, gritaban de desesperación implorando que salvara al bebé.

El pequeño niño había desaparecido de la superficie del agua apenas cayó, y en el sitio sólo se veía una intensificación de ese aspecto de “hervidero” y recrudecían los saltos y coletazos de los peces como si hubiesen enloquecido. Cuando la madre se zambulló, el sitio donde había caído su niño ya comenzaba a teñirse de rojo. La mujer enceguecida de espanto y desesperación, manoteaba y chapoteaba a ciegas, hacia todas partes, como si con eso pudiera tocar y encontrar el cuerpo de su hijo. El marido, en tanto, gritaba colgado y pataleando desde el puente -sin poder hacer nada por desprenderse- pidiendo a sus hijos que le trajeran un cuchillo para así cortar su bombacha y desprenderse del gajo. Los niños lloraban, saltaban y se abrazaban de impotencia viendo toda esa macabra situación, porque luego de que la madre se sumergiera, la mancha roja comenzó a agrandarse y extenderse. En pocos minutos, todo en el agua volvió a la calma. Sólo se veía la gran mancha roja que ahora se empezaba a diluir entre las aguas claras del Guaycurú y se alejaba corriente abajo.

Cuando el hombre logró desprenderse, comprendió que ya era muy tarde… demasiado tarde.

En los días que siguieron, algunos restos óseos del cuerpo de la mujer aparecieron en las orillas, y casi a la semana, a unos cien metros río abajo, un pescador encontró el cráneo del bebé.

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Cuentos de terror para Franco VIII

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